Cuando nos referimos al concepto de globalización, a menudo hacemos referencia a las esferas económica, política, social, cultural y ambiental. Todas ellas se han visto afectadas -y a veces han impulsado- el proceso de globalización. Este texto se centra en el ámbito cultural y analiza distintas visiones sobre el impacto que ha podido tener la mundialización en las culturas del mundo.
En concreto, mi idea es la de rechazar primero algunos de de los tópicos sobre los efectos culturales y contrastar después críticamente algunas perspectivas que han realizado estudiosos de este tema.
En la actualidad está bastante extendida la opinión de que la globalización ha permitido la expresión a nivel planetario de culturas de cualquier rincón del planeta, facilitando así la creación de lazos entre muchas de ellas y su reconocimiento por otras tantas sociedades. Es lo que se conoce como el paso o la conexión del mundo local al mundo global. Según esta óptica, la mejora de los sistemas de comunicación es la que ha hecho florecer viejas culturas vividas hasta ahora sólo a nivel local. Como consecuencia de ello, la unión y la solidaridad entre estos pueblos se habría fortalecido, dando lugar a un reconocimiento y defensa de los mismos mucho más potentes.
A mi parecer, esta visión elude algunos elementos importantes que pueden llevarnos a construir una imagen equivocada de los efectos culturales de la globalización. A continuación expondré tres de ellos que me parecen especialmente relevantes.
En primer término, está claro que la suerte no ha sido la misma para todas las culturas. Así, es evidente que, por ejemplo, existe un predominio referencias culturales anglosajonas en todo el mundo que supera de mucho la presencia de otras como la peruana o la vietnamita. Como veremos más adelante, algunos autores han descrito este hecho como neo-colonialismo cultural o colonialismo simbólico. En resumen, podríamos decir que ha habido unos ganadores y unos perdedores en este proceso de globalización cultural.
Un segundo elemento dudoso de la asunción optimista sobre los efectos culturales es que no analiza en profundidad los casos de los pueblos que hoy han pasado de lo local a lo global. Pensemos en tres de los que pudiesen ser más conocidos: el Tíbet, el pueblo Mapuche y los indígenas Inuit. Todos ellos se han dado a conocer alrededor del mundo gracias a herramientas como Internet. Pero deberíamos preguntarnos ¿qué comparten entre ellos? y ¿por qué se han dado a conocer? Pues bien, lo que los tres pueblos comparten en la actualidad es que sufren procesos de opresión que hacen peligrar su supervivencia como realidad cultural y social. En el primer caso, debido a las políticas de excepción del estado Chino; en el segundo, a causa del olvido de las instituciones chilenas cuando empresas como Endesa destruyen su territorio con la construcción de grandes represas y, en el último caso, porque el calentamiento global afecta directamente su modo de vida y hace que se vea literalmente amenazada su supervivencia.
Vemos, pues, que en ningún caso se trata de una apertura cultural al mundo sin más, sino que son todos casos de reacción, de respuesta a agresiones. Agresiones ligadas, sobretodo en el caso de los pueblos Mapuche e Inuit, a las propias dinámicas de la globalización, como son la expansión de empresas transnacionales y la degradación ambiental por el aumento de la producción y el consumo. Por tanto, del hecho de que se hayan dado a conocer ciertas culturas no se puede desprender que estas se encuentren en mejor situación, sino que precisamente muchas de ellas son populares por padecer un proceso de negación y privación.
El tercer elemento que me gustaría subrayar tiene que ver con las posibilidades de acceder al mundo real por parte de las distintas culturas. Está claro que sería saturante intentar que todas las culturas tuvieran una proyección internacional, por lo que es interesante conocer el marco de reglas que permite acceder solamente a algunas. El marco en el que nos movemos hoy es un capitalismo global con una tendencia a la progresiva mercantilización de todos los ámbitos. Ello significa que, a pesar de no tratarse propiamente de un mercado, los distintos actores (los pueblos) actúan en competencia en la esfera internacional para lograr proyectarse en ella. Y también, como en el mercado, el ganador no tiene porqué ser el más justo, interesante o modélico, sino que su triunfo se da cuando tal cultura ha conseguido los recursos –monetarios- suficientes para ello. Una muestra muy clara de ello son las ciudades que, con la idea de proyectarse al mundo, se convierten en sí mismas en un producto atractivo para lo extranjero. Raras veces la mayoría los ciudadanos de estas ciudades se ven beneficiados de la explotación como marca de la localidad donde viven (véase la reacción vecinal de este verano en Barcelona frente al modelo de ciudad-marca).
Una vez visto que ha habido efectos de la globalización que han sido claramente negativos para algunas culturas, me parece oportuno interesarse por cuán profundo ha podido ser este impacto. Dicho de otro modo, es interesante conocer el alcance de lo que algunos autores han llamado occidentalización cultural. Como sucede en otros ámbitos, tampoco en este existe un consenso claro.
Algunos autores como H. Schiller defendieron ya en los años setenta la visión según la cual ha existido una extensión del capitalismo en todas las sociedades que podría considerarse una expansión imperialista de la cultura del capital. A su modo de ver, el poder acumulado por las grandes corporaciones (mayoritariamente estadounidenses) les habría permitido imponer su realidad cultural, la de la mercantilización, a nivel planetario. Los pensadores Herman y McChesney reforzaron esta óptica enfatizando en el protagonismo de las corporaciones transnacionales, que acompañadas de los grandes grupos media, se esforzaron ya en su tiempo en propagar su ideología y dictaminar la vía capitalista como único camino para el desarrollo en cualquier parte del mundo.
Otra contribución en este sentido es la que hace el francés Serge Latouche cuando define la occidentalización del mundo como el “camino hacia la uniformidad planetaria” y “la estandarización mundial de los estilos de vida”[1]. Latouche explica cómo el modo de vida y más en general la civilización occidental se ha ido imponiendo a través de los elementos de industrialización y urbanización que la caracterizan, anulando de esta manera otras formas de organización e identidades culturales diferentes.
En cambio, la visión de otro pensador, John Tomlinson, es más escéptica en referencia a alcance de esta supuesta occidentalización. Para este autor, las evidencias empíricas de esta expansión de expresiones económicas, políticas y hasta culturales de las sociedades occidentales no supone de ningún modo que haya existido una uniformización total de los modos de vida ni mucho menos de las identidades culturales. Para llegar a esta conclusión, el autor define previamente qué se debe concebir por cultura. Estas son dos definiciones que nos propone:
“La cultura puede entenderse como el orden de vida en que los seres humanos conferimos significados a través de la representación simbólica. (…) Si nos referimos a la cultura, queremos decir las maneras en que le damos un sentido a nuestra vida, individual y colectivamente, al comunicarnos unos con otros.”[2]
A partir de ello, Tomlinson argumenta que el enfoque del imperialismo cultural da por implícito que la mera incorporación de bienes culturales determina la transformación profunda de la realidad cultural e ideológica de quien los recibe. Pero en realidad, la innegable influencia del mundo occidental sobre el resto no presupone el cambio radical en el modo que el resto tiene de conferir significados al orden de vida que los rodea. Y es que parece bastante obvio que, aunque la expansión de la venta de productos norteamericanos tenga un impacto que va más allá de su simple consumo, la complejidad de cualquier realidad cultural hace que su transformación requiera de procesos mucho más complejos. Como explica el propio Tomlinson, “Si asumimos que la sola presencia global de estos productos es en sí una prueba de la convergencia hacia la monocultura capitalista, estaríamos utilizando un concepto de cultura bastante pobre, que la reduce a sus productos materiales”. Cabría añadir, eso sí, que en la década transcurrida desde la publicación de Tomlinson (1999), estos mecanismos de expansión capitalista se han hecho más profundos, multidimensionales y complejos.
Por otra parte, Tomlinson explica que existe una verdadera autoctonicación, por la cual la cultura receptora incorpora estas novedades interpretándolas en base a sus propios recursos. Es lo que se conoce como la apropiación cultural activa, y significa que las agregaciones de elementos extranjeros por parte de cada realidad cultural no se producen nunca de forma pasiva sino que estas realidades juegan un papel clave en su introducción. Un buen ejemplo de ello sería la forma como el mismo producto (por ejemplo Coca-Cola) varía ligeramente su receta según el país donde se encuentre. Otro caso es el de la posibilidad de comprar hamburguesas vegetarianas en los establecimientos McDonald’s de India, pero no en otros países. Por el contrario, desde una perspectiva marxista este fenómeno no se explicaría tanto por el papel jugado por la cultura anfitriona sino por la capacidad de adaptabilidad que tiene el capital en su continua expansión. En cualquier caso, cabe considerar ambas partes, capital y cultura receptora, como sujetos activos en este proceso.
A estas críticas realizas por Tomlinson existiría una ulterior que está relacionada con el propio término de occidentalización. Latouche considera en su crítica a la mundialización de la cultura, que existe una “cultura occidental”. A mi entender, el mero hecho de reducir todo el vasto territorio de Occidente y sus incontables pueblos y formas culturales a una de sola es ya de por sí un hecho anticultural y uniformizador. Sólo en Europa convive una gran diversidad cultural e ignorarlo parece más bien un gesto de reduccionismo un tanto exagerado. Se podría pensar que lo que intenta Latouche es extrapolar los rasgos de la cultura predominante (¿la estadounidense?) a todo el territorio occidental, pero esta lógica cae por su propio peso ya que entonces se debería hacer referencia a esta cultura en concreto y no a todo el territorio occidental.
Latouche enumera, como elementos clave de la cultura occidental, el proceso de industrialización mimética, el proceso de urbanización y la construcción artificial de los estados. Respecto a ello, Tomlinson afirma que estos son en todo caso los aspectos básicos de la modernidad social y cultural, y asegura que van más allá de una modernidad estrictamente occidental.
La carencia terminológica que se observa en la perspectiva de Latouche se ve superada en lo que otro autor, David Llistar, define como anticooperación simbólica. Para él, este fenómeno “es el resultado de la manipulación de estos símbolos desde el Norte Global cuando, transmitidos al Sur, afectan negativamente a su población”[3]. Vemos como Llistar especifica mucho más el ámbito de afectación (el simbólico), teniendo en cuenta igualmente la influencia que tiene en las expectativas y formas de vida de las personas en los países empobrecidos.
En este sentido, Llistar explica cuáles son los distintos mecanismos de definición e irradiación de sentido: los mass-media, la industria de Hollywood, algunas universidades de élite, los think tanks, la Iglesia y algunas ONGs. Todas ellas contribuirían a la definición de la identidad propia y toda la concepción de la organización social. Según Llistar, estos actores no se encuadran solamente en los países de Occidente, sino que podríamos encontrar reflejos del Norte Global en las grandes capitales de Sur, cuando las élites de allí emulan su conducta, sirviendo de esta forma a los intereses del Norte.
En resumen, observamos que han existido y existen impactos importantes y muchas veces negativos a causa de la globalización cultural. Las realidades culturales alrededor del mundo se han visto pues afectadas por estas influencias de las sociedades de occidente que, como nos recuerda Tomlinson, tiene un carácter esencialmente de modernidad.
Aún siendo un proceso aún en desarrollo y la complejidad de su estudio que ello comporta, podemos concluir que los elementos culturales de occidente afectan, a causa de su preponderancia, negativamente a las culturas periféricas o del Sur, pero también es claro que no se ha llegado todavía a alcanzar una situación de homogeneización cultural global. Para ello, es esencial que en el estudio de estas realidades no se caiga en generalizaciones que, pese a tener una innegable fuerza propagandística, reducen y distorsionan la realidad que se quiere estudiar.
[1] S. Latouche, La Occidentalización del mundo, 1996. Fragmento extraído de J. Tomlinson, Globalización y cultura, 1999.
[2] J. Tomlinson, Globalización y cultura, 1999.
[3] David Llistar, Anticooperación, 2009.