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El debate actual sobre el desarrollo

Hace ya más de un siglo que académicos, gobiernos y otros agentes sociales debaten sobre qué es y cómo debería ser el desarrollo. La contraposición de ideas a lo largo de ese tiempo ha ayudado a enriquecer y hacer evolucionar concepto de desarrollo con la creación de una amplia variedad de corrientes de pensamiento. A pesar de ello, el debate sigue hoy más vivo que nunca a causa de los fracasos habidos en este campo y de la situación de crisis global que vivimos.

Lo que se pretende en este ensayo es, en primer lugar, entender el surgimiento de las teorías del desarrollo, posteriormente hacer un breve repaso a la evolución que ha tenido el debate para luego situar el punto del debate en el que estamos, analizando cuáles son dos de las principales propuestas que hay encima de la mesa. Por último, se lanzan algunas ideas sobre cómo se podría enfocar la cuestión en los tiempos venideros.


El surgimiento

Mejorar la calidad y el bienestar de las personas en el mundo es una preocupación que ha ocupado a numerosos estudiosos desde hace ya muchísimos años. Por este motivo, al querer situar el surgimiento de la teoría del desarrollo nos encontramos con una tarea nada fácil, pero sí hay dos aspectos que conviene precisar para comprender su naturaleza. Uno es la asunción de algunas ideas centrales de la modernidad. El otro, su casi unidimensional análisis desde el mundo de la economía. Comencemos por la segunda.

Ya en el S.XIX las diferencias entre los distintos países del mundo eran más que evidentes, sobretodo en lo que se refiere a la industrialización. Precisamente, los países que más producían y comerciaban eran los definidos (o mejor, autodefinidos) como avanzados. Variables económicas como el nivel de exportaciones e importaciones, la acumulación de capital o la capacidad productiva de un país proporcionaban información para saber el grado de desarrollo de ese país. Además, en aquél escenario se empezó a diferenciar entre países desarrollados y subdesarrollados. Así lo definiría en 1949 Harry Truman, presidente de los EEUU.

Volvamos ahora al primer aspecto: su relación con la Modernidad. En las primeras teorías sobre el desarrollo podemos apreciar al menos dos elementos nacidos ya con la Modernidad. El primero es la idea de universalidad, elevándola a menudo en importancia por encima de las particularidades locales. Esta idea se puede apreciar bien en el siguiente ejemplo. Cuando, acabada la Segunda Guerra Mundial se inició el periodo de la reconstrucción y se empezaron de proponer líneas a seguir por los países, el nivel de interconexión que existía ya entre ellos provocó que estas directrices se pensasen a un nivel supranacional: la vía era aconsejable para todos estados, había un modelo de evolución deseable para todos.

Un segundo elemento clave fue la confianza ciega en el progreso basado en la razón. Así, se concebía al ser humano como superior del resto del mundo. Ello provocó una serie de certezas asumidas como la posición de superioridad respecto a la naturaleza y la capacidad de abastecerse de sus recursos ilimitadamente.

La evolución del debate 

Fue en las décadas de los sesenta y los setenta cuando distintas voces, provenientes sobretodo de Latinoamérica, empezaron a poner en duda la visión hasta entonces hegemónica sobre el desarrollo. Este nuevo paradigma, conocido como estructuralismo, puso de relieve que la situación de cada país empobrecido no era una simple cuestión de un atraso natural, sino que la pobreza sufrida por estos era consecuencia del avance logrado por parte de los países más ricos. Las diferencias existentes pues, estaban presentes a nivel mundial y no solo a nivel interno; en pocas palabras, existía un dualismo a nivel global.

Un paso sucesivo en este ámbito fue el enfoque de la dependencia, que denunció las estructuras comerciales y económicas a nivel mundial como desfavorables para los países más pobres, que quienes padecían una situación de dominación. Es conveniente subrayar que hasta ahí ningún enfoque dudaba de la necesidad de “desarrollarse”, asumiendo el desarrollo como avances en términos económicos. Así pues, las diferencias principales se encontraban más en el camino que no en el punto de destino (Sutcliffe, 1995).

En la década de los setenta llegaría el Giro Social, una perspectiva que abría una nueva dimensión en el debate con la siguiente pregunta: “¿Qué tipo de crecimiento?”. Este conjunto de nuevos enfoques ponía énfasis en la vertiente humana de las consecuencias del desarrollo para denunciar los fracasos y carencias de este. La relación automática entre crecimiento económico y aumento del bienestar empezaba a romperse y aparecía en escena la cuestión medioambiental.

Tres referencias ineludibles de esta nueva visión fueron Los Límites del crecimiento (Meadows, 1972), en donde se alertaba de la imposibilidad de un crecimiento material infinito; Ajuste con rostro humano (UNICEF, 1987), que puso de manifiesto las carencias de los planes de ajuste aplicados por el Banco Mundial y el FMI; y por último el Informe Brundtland (Comisión Mundial del Medio Ambiente y el Desarrollo, 1987), en donde se propuso por primera vez el desarrollo sostenible como vía para el progreso y garantizar a la vez los recursos naturales. En la práctica, todo ello se reflejó en distintas propuestas como la redistribución con crecimiento, el enfoque Basic Needs y la nueva corriente política del 3r Mundo: El Nuevo Orden Económico Mundial.

Fue ya en los años noventa cuando A. Sen se convirtió, con el enfoque de desarrollo humano centrado en las libertades y las capacidades, en la principal referencia en este campo. La aportación de Sen se basó en poner en el centro de atención al sujeto humano y sus opciones reales de mejorar sus condiciones de vida.

El debate actual

El debate actual en el que se centra este trabajo tiene algo de novedoso y es que se llega a plantear rigurosamente y por primera vez en el mundo académico, el propio rechazo al término de desarrollo en sí mismo. Contra esta posición se formula una corriente que defiende la redefinición profunda del concepto de desarrollo. Se enfrentan pues la visión de una “alternativa al desarrollo” con un posible “desarrollo alternativo”.

Antes de ver sus diferencias, es necesario señalar sus puntos comunes. Ambos pensamientos comparten un rechazo absoluto al desarrollo entendido exclusivamente como aumento y acumulación de capital económico, representado en el crecimiento del Producto Interior Bruto de un país. Asimismo, también lamentan los procesos de empobrecimiento sufridos por los países más pobres y hechos en nombre del progreso. Por otra parte, los dos tienen en cuenta la limitación de los recursos naturales y por ende la necesidad de adaptar las actividades humanas a los ciclos naturales.

Quienes defienden una reorientación de la noción de desarrollo creen que se debería dotar el concepto de unas características concretas que pudieran llegar a definir qué bienestar es deseable y cuáles son los problemas globales que lo impiden. Para I. Sachs, lo que hace falta es pues “volver al término desarrollo sin ningún calificativo, a condición, claro está, de redefinirlo en tanto que concepto pluridimensional” (Sachs). Se trataría pues de atribuir a la idea de desarrollo dimensiones ecológicas, sociales y humanas que complementasen a la hasta ahora única protagonista dimensión económica.

Como se ha dicho más arriba, contra esta postura “posibilista” se postula el post-desarrollismo. A pesar de haber cobrado importancia en los últimos años, ya en los años sesenta autores como I. Illich y C. Castoriadis denunciaban el fracaso del desarrollo en el sur de planeta y también se cuestionaban las bases paradigmáticas que daban pie al modelo de desarrollo existente. Otros pensadores actuales como S. Latouche se inspiran en ellos al oponerse a la idea de desarrollo, ya que consideran que no rompe por completo con la lógica de crecimiento y la visión economicista y evolucionista que lo han acompañado desde su nacimiento. Además, el contenido de este concepto se habría convertido en un cajón de sastre en donde se han querido incluir prácticas muy diversas, muchas veces como mero maquillaje empresarial o institucional (Latouche 2008).

En este punto conviene recordar brevemente que existen otras ramas que difieren de las visiones aquí expuestas pero que pueden ser confundidas por la radicalidad de sus críticas al concepto de desarrollo. Es el caso del primitivismo que, englobado en el enfoque antidesarrollista, defiende una oposición frontal a toda industrialización. El valenciano Miquel Amorós es uno de los principales divulgadores de este enfoque.

¿Y ahora qué?

Presentadas las diferencias entre la perspectiva de la redefinición y la post-desarrollista, es el momento de presentar algunas ideas y lanzar propuestas que puedan servir a la evolución del debate.

Una primera apreciación ya hecha por otros autores es que las críticas post-desarrollistas se fijan solamente en los fracasos prácticos hechos en nombre del desarrollo y lo extrapolan a lo general. A mi entender, el uso de un concepto para cometer atrocidades no implica que el concepto en sí se vea alterado. Piénsese por ejemplo en las tristes crueldades llevadas a cabo en nombre de la libertad y la democracia. Lo que es ineludible es que la ligereza y vanidad con que es usado el término desarrollo hoy en día requiere, en cualquier caso, de una acotación del contenido que permita discernir con agilidad y claridad a la vez lo que no entraría dentro de ese concepto. Como ineludible es también el poder de construcción del discurso oficial necesario para que esa reorientación del concepto calase hondo en la opinión pública. Se trataría pues, de ganar lo que P. Bourdieu llama la “lucha simbólica”, en referencia a la lucha por la definición del significado de las palabras.

En cuanto a la acotación del contenido del concepto de desarrollo, nos encontramos ya de entrada dos aspectos muy importantes. La primera, de sobras conocida, es el tema de los indicadores. Porqué una vez superada y aceptada ya la incapacidad del PIB para medir cuál es el bienestar que hay en un área del planeta, se nos plantean un sinfín de nuevos indicadores más o menos parciales y manejables. Hablamos del Índice de Desarrollo Humano, el Índice de Calidad de Vida, la Huella Ecológica, el Índice de Libertad… En este sentido, es interesante conocer el trabajo realizado por una comisión liderada por J. Stiglitz, A. Sen y Jean-Paul Fitoussi, creada el 2008 para analizar los límites del PIB y estudiar otros indicadores alternativos referidos a las variables económicas y al progreso social. Las conclusiones de la comisión aconsejaban suplir las carencias del PIB como indicador del bienestar a través de la creación de nuevos instrumentos y la consideración de otras variables. Por otra parte, concluyeron que no habían logrado crear un nuevo indicador multidimensional que proporcionase suficiente información sobre el bienestar real de la población de una zona. Ello es importante porque pone de relieve la inutilidad de aferrarse a un solo índice para saber cuál es el nivel de desarrollo de un país.

Un segundo aspecto problemático sobre aquello que se debería incluir en la reformulación del concepto, y que no siempre ha recibido la atención merecida, es el de los marcos económico-políticos que pueden hacer posible tal desarrollo. En realidad, se trataría de averiguar qué marcos son, por definición, incompatibles con este modelo de desarrollo. A modo de ejemplo, si se concluyese que el desarrollo pasa por la disminución del impacto destructivo actual en el medio ambiente, no tendría ninguna lógica operar en un sistema económico que requiriese de una industrialización siempre mayor. Como tampoco sería lógico aceptar un sistema político institucional no democrático a la vez que se propone la participación activa de la ciudadanía como parte del desarrollo. En resumen pues, una acotación importante sería aclarar, más allá de los factores concretos, qué marcos económico-políticos pueden ser incongruentes con el desarrollo.

Otro aspecto a tener en cuenta es si por desarrollo entendemos un estadio, un proceso o ambas cosas. Las dos primeras posibilidades (y la tercera por consecuencia lógica) tienen algunos riesgos que hay que señalar. En el primer caso, si se ve el desarrollo como un estadio se está definiendo implícitamente un modelo ideal, al que todos deberían llegar. Ello anularía cualquier intento de desarrollo autóctono y propio del lugar, y también la suma de una diversidad de progresos posibles. Además, conceptualizado de esta forma, se aceptaría tácitamente la existencia de un subdesarrollo, algo que se pretende evitar desde el enfoque “redefinicionista”. La segundo forma de entender el desarrollo, es decir, como proceso, implica de alguna forma la deseabilidad y hasta necesidad de una transformación, un cambio. ¿Pero hasta cuándo? Y ¿siempre válido del mismo modo y en todos los lugares? He aquí el peligro de entenderlo de esta forma.

Por otra parte, y siguiendo la línea del rechazo de algunos valores heredados de la Modernidad, creo que cualquier reformulación de la idea de desarrollo debería resaltar la importancia que tiene nuestra forma de comprender el mundo y de interaccionar con él, ya que nuestra mentalidad condiciona todos los proyectos y acciones que realizamos. En palabras del filósofo J. Pigem, “necesitamos algo más que avances tecnológicos y económicos: es necesario transformar nuestra relación con la naturaleza, con los demás y con nosotros mismos” (Pigem, 2011).

Por último, y yendo más allá de las consideraciones puntuales realizas en los párrafos anteriores, no hay que olvidar la naturaleza del debate en sí misma. Y es que existe el riesgo, como en otros muchos terrenos, de que este debate se convierta en una discusión estrictamente terminológica entorno a la palabra desarrollo, lo que podría llevar a un peligroso alejamiento de la realidad y a un estancamiento improductivo. Es por eso que, en paralelo a la evolución del conocimiento y la confrontación de ideas, hace falta fortalecer las posiciones comunes que comparten las dos líneas planteadas en este texto que, como hemos visto antes, son importantes. Además, sería útil también analizar y tener muy presentes las iniciativas y prácticas que se están dando en esta línea y en muchas partes, de las que seguramente ambas posiciones no difieren tanto como lo puedan hacer en el plano teórico.

Y es que no se puede olvidar que el objetivo principal ha de seguir siendo mejorar el bienestar de las personas en la actualidad, ya que desgraciadamente son muchas las que hoy lo necesitan. Y con urgencia.

Bibliografía 

–     Latouche, S. 2008, La apuesta por el decrecimiento. Icaria.

–     Pigem, J. 2011, GPS (global personal social), Kairós.

–     Sachs, I. Tiers-Monde, n.173, extraído de La apuesta por el decrecimiento, p.116 (Latouche, 2008).

–     Sutcliffe, B. 1995, Desarrollo frente a ecología, Ecología Política.

–     Unceta, K. 2009, Desarrollo, Subdesarrollo, Maldesarrollo y Post-desarrollo, Carta Latinoamericana.

–     Commission on the Measurement of Economic Performance and Social Progresswww.stiglitz-sen-fitoussi.fr, última entrada 14/12/2011.

Cultura y globalización

Cuando nos referimos al concepto de globalización, a menudo hacemos referencia a las esferas económica, política, social, cultural y ambiental. Todas ellas se han visto afectadas -y a veces han impulsado- el proceso de globalización. Este texto se centra en el ámbito cultural y analiza distintas visiones sobre el impacto que ha podido tener la mundialización en las culturas del mundo.

En concreto, mi idea es la de rechazar primero algunos de de los tópicos sobre los efectos culturales y contrastar después críticamente algunas perspectivas que han realizado estudiosos de este tema.

 

 

En la actualidad está bastante extendida la opinión de que la globalización ha permitido la expresión a nivel planetario de culturas de cualquier rincón del planeta, facilitando así la creación de lazos entre muchas de ellas y su reconocimiento por otras tantas sociedades. Es lo que se conoce como el paso o la conexión del mundo local al mundo global. Según esta óptica, la mejora de los sistemas de comunicación es la que ha hecho florecer viejas culturas vividas hasta ahora sólo a nivel local. Como consecuencia de ello, la unión y la solidaridad entre estos pueblos se habría fortalecido, dando lugar a un reconocimiento y defensa de los mismos mucho más potentes.

A mi parecer, esta visión elude algunos elementos importantes que pueden llevarnos a construir una imagen equivocada de los efectos culturales de la globalización. A continuación expondré tres de ellos que me parecen especialmente relevantes.

En primer término, está claro que la suerte no ha sido la misma para todas las culturas. Así, es evidente que, por ejemplo, existe un predominio referencias culturales anglosajonas en todo el mundo que supera de mucho la presencia de otras como la peruana o la vietnamita. Como veremos más adelante, algunos autores han descrito este hecho como neo-colonialismo cultural o colonialismo simbólico. En resumen, podríamos decir que ha habido unos ganadores y unos perdedores en este proceso de globalización cultural.

Un segundo elemento dudoso de la asunción optimista sobre los efectos culturales es que no analiza en profundidad los casos de los pueblos que hoy han pasado de lo local a lo global. Pensemos en tres de los que pudiesen ser más conocidos: el Tíbet, el pueblo Mapuche y los indígenas Inuit. Todos ellos se han dado a conocer alrededor del mundo gracias a herramientas como Internet. Pero deberíamos preguntarnos ¿qué comparten entre ellos? y ¿por qué se han dado a conocer? Pues bien, lo que los tres pueblos comparten en la actualidad es que sufren procesos de opresión que hacen peligrar su supervivencia como realidad cultural y social. En el primer caso, debido a las políticas de excepción del estado Chino; en el segundo, a causa del olvido de las instituciones chilenas cuando empresas como Endesa destruyen su territorio con la construcción de grandes represas y, en el último caso, porque el calentamiento global afecta directamente su modo de vida y hace que se vea literalmente amenazada su supervivencia.

Vemos, pues, que en ningún caso se trata de una apertura cultural al mundo sin más, sino que son todos casos de reacción, de respuesta a agresiones. Agresiones ligadas, sobretodo en el caso de los pueblos Mapuche e Inuit, a las propias dinámicas de la globalización, como son la expansión de empresas transnacionales y la degradación ambiental por el aumento de la producción y el consumo. Por tanto, del hecho de que se hayan dado a conocer ciertas culturas no se puede desprender que estas se encuentren en mejor situación, sino que precisamente muchas de ellas son populares por padecer un proceso de negación y privación.

El tercer elemento que me gustaría subrayar tiene que ver con las posibilidades de acceder al mundo real por parte de las distintas culturas. Está claro que sería saturante intentar que todas las culturas tuvieran una proyección internacional, por lo que es interesante conocer el marco de reglas que permite acceder solamente a algunas. El marco en el que nos movemos hoy es un capitalismo global con una tendencia a la progresiva mercantilización de todos los ámbitos. Ello significa que, a pesar de no tratarse propiamente de un mercado, los distintos actores (los pueblos) actúan en competencia en la esfera internacional para lograr proyectarse en ella. Y también, como en el mercado, el ganador no tiene porqué ser el más justo, interesante o modélico, sino que su triunfo se da cuando tal cultura ha conseguido los recursos –monetarios- suficientes para ello. Una muestra muy clara de ello son las ciudades que, con la idea de proyectarse al mundo, se convierten en sí mismas en un producto atractivo para lo extranjero. Raras veces la mayoría los ciudadanos de estas ciudades se ven beneficiados de la explotación como marca de la localidad donde viven (véase la reacción vecinal de este verano en Barcelona frente al modelo de ciudad-marca).

 

Una vez visto que ha habido efectos de la globalización que han sido claramente negativos para algunas culturas, me parece oportuno interesarse por cuán profundo ha podido ser este impacto. Dicho de otro modo, es interesante conocer el alcance de lo que algunos autores han llamado occidentalización cultural. Como sucede en otros ámbitos, tampoco en este existe un consenso claro.

Algunos autores como H. Schiller defendieron ya en los años setenta la visión según la cual ha existido una extensión del capitalismo en todas las sociedades que podría considerarse una expansión imperialista de la cultura del capital. A su modo de ver, el poder acumulado por las grandes corporaciones (mayoritariamente estadounidenses) les habría permitido imponer su realidad cultural, la de la mercantilización, a nivel planetario. Los pensadores Herman y McChesney reforzaron esta óptica enfatizando en el protagonismo de las corporaciones transnacionales, que acompañadas de los grandes grupos media, se esforzaron ya en su tiempo en propagar su ideología y dictaminar la vía capitalista como único camino para el desarrollo en cualquier parte del mundo.

Otra contribución en este sentido es la que hace el francés Serge Latouche cuando define la occidentalización del mundo como el “camino hacia la uniformidad planetaria” y “la estandarización mundial de los estilos de vida”[1]. Latouche explica cómo el modo de vida y más en general la civilización occidental se ha ido imponiendo a través de los elementos de industrialización y urbanización que la caracterizan, anulando de esta manera otras formas de organización e identidades culturales diferentes.

En cambio, la visión de otro pensador, John Tomlinson, es más escéptica en referencia a alcance de esta supuesta occidentalización. Para este autor, las evidencias empíricas de esta expansión de expresiones económicas, políticas y hasta culturales de las sociedades occidentales no supone de ningún modo que haya existido una uniformización total de los modos de vida ni mucho menos de las identidades culturales. Para llegar a esta conclusión, el autor define previamente qué se debe concebir por cultura. Estas son dos definiciones que nos propone:

“La cultura puede entenderse como el orden de vida en que los seres humanos conferimos significados a través de la representación simbólica. (…) Si nos referimos a la cultura, queremos decir las maneras en que le damos un sentido a nuestra vida, individual y colectivamente, al comunicarnos unos con otros.”[2]

A partir de ello, Tomlinson argumenta que el enfoque del imperialismo cultural da por implícito que la mera incorporación de bienes culturales determina la transformación profunda de la realidad cultural e ideológica de quien los recibe. Pero en realidad, la innegable influencia del mundo occidental sobre el resto no presupone el cambio radical en el modo que el resto tiene de conferir significados al orden de vida que los rodea. Y es que parece bastante obvio que, aunque la expansión de la venta de productos norteamericanos tenga un impacto que va más allá de su simple consumo, la complejidad de cualquier realidad cultural hace que su transformación requiera de procesos mucho más complejos. Como explica el propio Tomlinson, “Si asumimos que la sola presencia global de estos productos es en sí una prueba de la convergencia hacia la monocultura capitalista, estaríamos utilizando un concepto de cultura bastante pobre, que la reduce a sus productos materiales”. Cabría añadir, eso sí, que en la década transcurrida desde la publicación de Tomlinson (1999), estos mecanismos de expansión capitalista se han hecho más profundos, multidimensionales y complejos.

Por otra parte, Tomlinson explica que existe una verdadera autoctonicación, por la cual la cultura receptora incorpora estas novedades interpretándolas en base a sus propios recursos. Es lo que se conoce como la apropiación cultural activa, y significa que las agregaciones de elementos extranjeros por parte de cada realidad cultural no se producen nunca de forma pasiva sino que estas realidades juegan un papel clave en su introducción. Un buen ejemplo de ello sería la forma como el mismo producto (por ejemplo Coca-Cola) varía ligeramente su receta según el país donde se encuentre. Otro caso es el de la posibilidad de comprar hamburguesas vegetarianas en los establecimientos McDonald’s de India, pero no en otros países. Por el contrario, desde una perspectiva marxista este fenómeno no se explicaría tanto por el papel jugado por la cultura anfitriona sino por la capacidad de adaptabilidad que tiene el capital en su continua expansión. En cualquier caso, cabe considerar ambas partes, capital y cultura receptora, como sujetos activos en este proceso.

A estas críticas realizas por Tomlinson existiría una ulterior que está relacionada con el propio término de occidentalización. Latouche considera en su crítica a la mundialización de la cultura, que existe una “cultura occidental”. A mi entender, el mero hecho de reducir todo el vasto territorio de Occidente y sus incontables pueblos y formas culturales a una de sola es ya de por sí un hecho anticultural y uniformizador. Sólo en Europa convive una gran diversidad cultural e ignorarlo parece más bien un gesto de reduccionismo un tanto exagerado. Se podría pensar que lo que intenta Latouche es extrapolar los rasgos de la cultura predominante (¿la estadounidense?) a todo el territorio occidental, pero esta lógica cae por su propio peso ya que entonces se debería hacer referencia a esta cultura en concreto y no a todo el territorio occidental.

Latouche enumera, como elementos clave de la cultura occidental, el proceso de industrialización mimética, el proceso de urbanización y la construcción artificial de los estados. Respecto a ello, Tomlinson afirma que estos son en todo caso los aspectos básicos de la modernidad social y cultural, y asegura que van más allá de una modernidad estrictamente occidental.

La carencia terminológica que se observa en la perspectiva de Latouche se ve superada en lo que otro autor, David Llistar, define como anticooperación simbólica. Para él, este fenómeno “es el resultado de la manipulación de estos símbolos desde el Norte Global cuando, transmitidos al Sur, afectan negativamente a su población”[3]. Vemos como Llistar especifica mucho más el ámbito de afectación (el simbólico), teniendo en cuenta igualmente la influencia que tiene en las expectativas y formas de vida de las personas en los países empobrecidos.

En este sentido, Llistar explica cuáles son los distintos mecanismos de definición e irradiación de sentido: los mass-media, la industria de Hollywood, algunas universidades de élite, los think tanks, la Iglesia y algunas ONGs. Todas ellas contribuirían a la definición de la identidad propia y toda la concepción de la organización social. Según Llistar, estos actores no se encuadran solamente en los países de Occidente, sino que podríamos encontrar reflejos del Norte Global en las grandes capitales de Sur, cuando las élites de allí emulan su conducta, sirviendo de esta forma a los intereses del Norte.

En resumen, observamos que han existido y existen impactos importantes y muchas veces negativos a causa de la globalización cultural. Las realidades culturales alrededor del mundo se han visto pues afectadas por estas influencias de las sociedades de occidente que, como nos recuerda Tomlinson, tiene un carácter esencialmente de modernidad.

Aún siendo un proceso aún en desarrollo y la complejidad de su estudio que ello comporta, podemos concluir que los elementos culturales de occidente afectan, a causa de su preponderancia, negativamente a las culturas periféricas o del Sur, pero también es claro que no se ha llegado todavía a alcanzar una situación de homogeneización cultural global. Para ello, es esencial que en el estudio de estas realidades no se caiga en generalizaciones que, pese a tener una innegable fuerza propagandística, reducen y distorsionan la realidad que se quiere estudiar.

 

[1] S. Latouche, La Occidentalización del mundo, 1996. Fragmento extraído de J. Tomlinson, Globalización y cultura, 1999.

[2] J. Tomlinson, Globalización y cultura, 1999.

[3] David Llistar, Anticooperación, 2009.